Era tan tierna verla ahí recostada sobre la cama, desnuda ante sus ojos, con sus pechos firmes y su delicada piel pálida que no tenía imperfecciones en todo su recorrido. Y ya no quería... era absurdo cumplir la tarea, después de esa noche, después de creer que estaba enamorado, y que le enloquecía su cuerpo, y que quería poseerla a cada segundo. Pero se lo merecía. Era una condenada ramera que se pasaba de casa en casa rompiendo corazones y encendiendo el fuego de la pasión en hombres solitarios cuya depresión era su única acompañante, y que luego no soportando su soledad se tiraban al vacío para ahogar sus penas.
No creía lo que tenía que hacer, se sentía al borde del abismo, su corazón sufría taquicardia. Pero todo había sido planeado, y esa misma noche tendría que acabar con ella, en memoria de todas aquellas personas que sufrieron por su causa.
Y pasaron segundos. Tomó el cuchillo que había dejado debajo de la cama, desnudó el pecho de la mujer y marcó imaginariamente el sitio donde debía envestir tantas veces como fuera necesario, y debía cerrar los ojos y no abrirlos por nada del mundo, aunque los gritos se lo rogaran.
Probó el filo del cuchillo sobre uno de sus dedos y brotó sangre roja, espesa y brillante... no le había dolido tanto. Entonces pensó. Tomó coraje y la miró una vez más... la amaba, lo enamoraba su perfume, lo enamoraba sus ojos, su boca, su pelo, y estaba encantado por su belleza, era angelical ahí dormida junto a él y no quería desterrarla, no veía una vida sin ella. No podría ser capaz de hacerlo, debía cambiar los planes.
Sin pensarlo mucho, besó su rostro, con la esperanza de que cuando despertase viera a su Romeo muerto, y angustiosa, tomara la daga que acabó con su vida y lo siguiera, acabando con la suya, para así volver a reencontrarse con su amado. Y tomó el cuchillo, con decisión, lo enterró velozmente sobre su propio pecho y sintió la amargura de la muerte y... la nada misma. Su rostro cayó encima del pecho de la mujer, pálido, con sus ojos negros y llorosos, y la sangre que fluía y fluía sin parar desde su pecho dañado por la daga del amor.
La mujer desnuda abrió los ojos y con una mueca de alegría escupió sobre el difunto, alejó su cabeza con repulsión cubriéndolo con la sabana para no verlo. Se levantó, su piel se tornó negra y opaca, se acercó hacia la ventana, la abrió, y desplegó unas alas grises gigantescas, que agitó de arriba a abajo mientras se alejaba bajo el brillo de la luna llena, que había sido testigo de tan espantosa tragedia.
Tal vez iría a disfrazarse, para buscar otra víctima al día siguiente.
EXCELENTE!!!! ME QUEDE SIN PALABRAS!!! FRAN!!
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